G. BÖNISCH /
M. SCHEPP
La colección de discos de Hitler incluía grabaciones de músicos rusos y judíos
Parece el cuento de Ábrete, Sésamo. Pero pasó en 1945 en el
Berlín destrozado por la guerra y el desenlace es un hallazgo histórico.
Estamos en mayo, y Lev Besymenski, capitán del servicio de exploración
militar del frente bielorruso recibe una orden. Debe inspeccionar la
cancillería del Reich asaltada el día antes, incluido el búnker del
Führer, en el que la vida de Adolf Hitler tocó a su fin. Allí se refugió
el dictador con sus pertenencias más preciadas: entre ellas, una
colección de grabaciones de músicos rusos y judíos.
Pero Besymenski aún no lo sabe; es un profesional que, además, sabe
alemán. Acaba de traducir para Stalin la noticia de la muerte de Hitler
dada a conocer por el general Krebs. Ese día de mayo se encuentra en el
edificio, todavía imponente, de la Wilhelmstrasse en Berlín. Ha pasado
varias horas inspeccionando minuciosamente la central del régimen nazi,
cuando el comandante soviético a cargo del recinto le pregunta qué
podría empaquetarle como souvenir.
"Ante nuestros ojos se ofreció una imagen insólita", dejó escrito
décadas después. "En cada una de las estancias había varias hileras de
sólidas cajas de madera numeradas, pegadas unas a otras". El personal de
servicio alemán había explicado que estas cajas estaban preparadas para
su traslado a la residencia de Hitler en Berghof (Baviera), pero al
final no habían llegado a enviarlas. Estaban llenas de vajillas y
enseres domésticos. Besymenski reunió un montón de souvenirs en
una caja que más tarde se llevó consigo a Moscú a bordo de un tren
especial. Han pasado 46 años hasta que su hija Alexandra se ha tropezado
con el peculiar botín.
Agosto de 1991. Hace un hermoso día de verano en la colonia de dachas
de Nikolina-Gora, cerca de Moscú, donde los Besymenski tienen una
casita. Hay invitados. Después de comer, llega el momento de relajarse y
Besymenski manda a su hija al desván a coger las raquetas de bádminton.
Allí arriba está oscuro y apenas queda espacio libre; hay cajas de
libros por todas partes. "Mi tibia tropezó con algo duro", cuenta
Besymenskaia, que ahora tiene 53 años. "Era una pila de discos". Tenían
unos adhesivos rectangulares con un dentado muy fino en los bordes que
la dejaron de piedra. En ellos ponía: Cuartel general del Führer. Papá,
¿qué es esto?, ¿qué hace esto en el desván?", preguntó. "Ya lo ves, son
discos de pasta. Pero desde hace años yo sólo escucho CD", gruñó el
anciano de 70 años, que no estaba dispuesto a revelar nada más..
Besymenski después de la guerra se convirtió en un honorable
historiador y nunca mencionó en los libros que escribió sobre Hitler lo
que se llevó consigo de Berlín a Moscú en el 1945: parte de la colección
de discos del cuartel general del Führer.
El melómano Besymenski, que murió en junio a los 86 años, se había
llevado aquello que satisfacía su pasión. Y en las últimas semanas, su
hija Alexandra ha permitido al Spiegel examinar la colección de
casi cien discos de pasta. La mayoría están guardados en álbumes rojos y
algunos en álbumes azules de una docena de discos cada uno. Algunos
están rayados, otros rotos, aunque la mayoría está bien conservada.
El primer álbum no contiene nada especialmente sorprendente: las sonatas para piano Opus 78 y 90, de Ludwig van Beethoven, por ejemplo, o la obertura del Holandés errante,
de Richard Wagner, interpretada por la orquesta del Festival de
Bayreuth. La música era una de las pasiones de Hitler, junto con la
arquitectura. En su época vienesa iba a la ópera casi a diario para
escuchar a Beethoven o a Wagner, a Liszt o a Brahms. Pero para él sólo
contaba la música alemana. Sin embargo, en la colección de Besymenski
hay obras de compositores pertenecientes a pueblos que los nazis
consideraban inferiores, entre ellos los rusos Tchaikovski, Borodin y
Rachmaninov.
Así, tras el número de inventario Cuartel general del Führer 840,
se esconde una grabación de la empresa Electrola con la etiqueta "Bajo
en ruso con orquesta y coro". Su contenido es el aria de la Muerte de Boris Godunoff,
del compositor ruso Modesto Mussorgski, cantada por el bajo ruso Fiodor
Schaliapin. Otro de los álbumes contiene exclusivamente obras de
Tchaikovski con el astro del violín Bronislav Huberman, un judío polaco,
como solista. "Me parece un completo absurdo", se indigna todavía
Alexandra Besy-menskaia, "teniendo en cuenta que millones de eslavos y
judíos perdieron la vida víctimas de la ideología nazi".
Por lo visto, cuando Hitler, llevado de su locura de conquistar el
mundo, fue aislándose cada vez más y apenas se dejaba ver en público,
trataba de relajarse escuchando discos. Su radiotelegrafista Rochus
Misch, de 90 años de edad y último superviviente del búnker del Führer,
contó cómo en una ocasión, en el cuartel general del Führer, en la
localidad ucrania de Winniza, tras una fuerte discusión con el estado
mayor operativo de la Wehrmacht Hitler, había pedido a su criado que le
pusiera un disco: "A continuación, se quedó completamente absorto en la
escucha. Probablemente, el Führer quería distraerse", opina.
Sin embargo, el dictador y sus cómplices disfrutaban sin reservas del
talento de los artistas judíos. En la colección de discos, que
presumiblemente se encontraba en las estancias del refugio antiaéreo
situado bajo la cancillería del Reich, también aparece como intérprete
el judío austriaco Artur Schnabel.
Besymenski, judío él también, se quedó asombrado de la cantidad de
nombres rusos famosos que descubrió en los discos del búnker. "Eran
grabaciones de música clásica, interpretadas por las mejores orquestas
de Europa y Alemania con los mejores solistas de la época... Me
sorprendió encontrar también música rusa", escribió el historiador hace
tres años cuando, ante la insistencia de su hija, se avino a dejar
escrito cómo fue a parar a sus manos esta colección de discos.
Der Spiegel
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